sábado, 17 de noviembre de 2012

Mi colapso en El Paso

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Creo que todo empezó en Albuquerque, Nuevo México. Bueno, en realidad pudo haber comenzado incluso antes, cuando la Caravana por la Paz cruzó la frontera entre Tijuana y San Diego, o cuando miles de personas se reunieron –varias veces- en el Zócalo del Distrito Federal para exigir el término definitivo del creciente derramamiento de sangre a manos del narco, o incluso cuando siete cuerpos fueron encontrados dentro de un automóvil en Temixco, Morelos…

No sé cómo, pero un insecto me picó en el pie derecho. Pudo haber sido una avispa, una abeja o un alacrán, y no le puse mayor atención porque ni siquiera sentí el piquete. Además estaba totalmente dedicada a ser una intérprete para la Caravana, a tratar de hacer llegar su mensaje a cuanta persona fuera posible narrando las historias atroces de quienes habían perdido a sus seres queridos: asesinados, torturados, desaparecidos… Porque pareciera que en mi país los carteles y los sicarios hacen lo que quieren. Al llegar a Santa Fe mi pie estaba hecho una ruina: se había hinchado tres o cuatro veces su tamaño normal, me picaba, me quemaba, me pesaba. El dolor me tenía copada. Pero como me educaron para no dar problemas ni ser una molestia, simplemente me aguanté. ¿Cómo podía atreverme a comparar mi dolor –un mero dolor físico- con aquél de las víctimas en la Caravana?

Mis queridos amigos Sam y Jessica no se aguantaron: como mi pie se veía bastante feo y mi situación era miserable, Jessica sugirió llevarme a casa de su amiga Karen por un poco de barro medicinal en lugar de ir a la sala de urgencias más cercana. No pude estar más de acuerdo con ellos, siendo tan contraria a los medicamentos como lo soy, y agarramos camino. Karen resultó ser una anfitriona espléndida además de una verdadera sanadora y nos invitó a Sam y a mi a pasar la noche en su casa: después de todo, éramos caravaneros sin cama. Así que tuvimos el lujo de una buena cama y una regadera caliente por primera vez en más de una semana de trabajo duro, tras dormir en los pisos de las iglesias y tener que hacer largas filas para estar bajo el agua de una regadera, a veces fría, por unos minutos. Esos dos días en casa de Karen –y en Santa Fe- fueron maravillosos: excelente plática y comida, mucha diversión, solidaridad y activismo desde el corazón que recargaron mi energía y fortalecieron mi certeza de estar justo en el lugar donde pertenecía. El tratamiento de Karen funcionó: mi pie se veía mucho menos hinchado, estaba mucho mejor que al llegar, y me dejó de molestar… por un tiempo. Por lo menos parecía que mi tobillo, ligeramente abombado, no daría a luz alguna criatura extraterrestre de repente, un escenario de ciencia ficción bastante inverosímil con el que Jessica y yo habíamos bromeado.

Después de disfrutar la Tierra del Encanto, la Caravana por la Paz partió hacia El Paso, Texas. La sensacional bienvenida me hizo olvidar mi pie desgraciado: una tibia noche de verano, La Placita de los Lagartos nos recibió con velas, consignas y un mar de gente cálida y comprometida que ondeaba banderas de México y Estados Unidos, revoloteando juntas al viento. Había música –rock mexicano, ¡sí!- y bailamos para dejar ir un poco el dolor que llevábamos cargando a hombros (y que yo, particularmente, empezaba a cargar de nuevo en mi pie). A pesar de dormir muy poco esa noche y de haber quedado atrapada en una escalera de emergencia (una situación bastante vergonzosa de la cual me salvó Iván, a quien casi le da un infarto dados los ruiditos macabros que hice en su ventana: eso es lo que pasa cuando uno ignora la advertencia de la monja de no salir por esa puerta y uno piensa que no pasará nada si se escabulle a fumar un cigarro de madrugada….), estaba lista para otro intenso día de Caravana a fondo. Pero el día comenzó con un mal paso: nomás no me entraba el zapata en el pie derecho. Hasta podría ser una especie de afirmación radical sobre la moda -usar un zapato y una chancla-, me dije mientras bajaba las crujientes escaleras de madera de la Academia Loretto para alcanzar nuestra camioneta hacia El Paso City Hall.

El día fue de mal en peor: al entrar al City Hall se rompió mi chancla, así que quedé descalza de un pie a punto de explotar, una situación nada ideal para una primeriza como yo dada la seriedad del evento cívico. Arrastré mi pie, que crecía y crecía, escaleras arriba para asistir a la reunión del Concejo de la Ciudad en la cual la Caravana por la Paz, junto con activistas de El Paso, presentaría un Código de Conducta para la venta de armas. Algunas personas hablaron en favor de firmarlo, mientras que a otras nada, pero nada les agradó la idea. “Si la corrupción y la impunidad son un problema mexicano, ¿por qué deberíamos de hacer algo al respecto nosotros?”, argumentó un texano en contra de firmar el Código. “Si no pueden hacer responsable por sus acciones en la guerra contra las drogas a su propio gobierno y a sus agentes del orden, si no pueden exigir que sean eficientes, eso no es asunto nuestro”, dijo una mujer sin pelos en la lengua y particularmente franca. Mientras que varias de las víctimas directas de esa misma guerra subieron al estrado para vaciar sus corazones, para hacer evidente que las armas gringas estaban matando mexicanos (y aún lo siguen haciendo), Marcela me pidió que interpretara una entrevista con esa misma mujer que estaba decidida a refutar las sugerencias del Código sobre el control de armas.

Me presenté como su intérprete y lo primero que Lisa dijo al ver mi ineludible y gigantesco pie rojo fue: “Oh, por Dios, eso requiere atención médica. ¿Necesitas algo? Puedo traerte un poco de hielo”. Quedé pasmada: esta mujer que justo había dicho que los ciudadanos estadounidenses no eran responsables por las incontables muertes y desapariciones en México, que indirectamente había culpado a mi gente por su propio dolor, estaba teniendo el gesto más humano que uno puede tener al preocuparse por la situación de mi pie y por mi bienestar en general. Y lo segundo que Lisa dijo me dejó aún más pasmada: “¿Cómo puedo saber que lo que tu digas en español será lo que yo diga en inglés si estás con ellos?”. Porque sí, le había dado la espalda a Lisa, al igual que hicieron todos los caravaneros durante algunas intervenciones en la reunión del Concejo, claras acciones de desobediencia civil; sí, había decidido ser grosera como medida para enfatizar nuestra postura… “Eso me pareció muy ofensivo”, dijo Lisa.

“No hay de qué preocuparse, estoy bien”, logré responder con respecto a su ofrecimiento (una total mentira). “Ya que soy una profesional (una verdad a medias porque, para entonces, sólo había sido intérprete durante una semana…) y aprecio que me quieras ayudar, te puedo asegurar que lo que sea que digas en inglés será dicho en español, palabra por palabra (una verdad sincera, por lo menos esa era mi intención)”, le dije a Lisa. Una profesional estresada y dolorida, bajo el influjo de una suerte de extraña vergüenza, pensé, mientras sentía que mi garganta se cerraba poco a poco y mi pie se enrojecía y ensanchaba más y más. ¿Cómo tratar con dignidad a alguien que cree que le has faltado al respeto, que has menospreciado sus creencias más profundas? La entrevista de Lisa ha sido, por mucho, mi peor interpretación: no pude concentrarme para nada, estuve a punto de llorar –o tratando de sollozar en silencio, sin éxito- todo el tiempo que duró y en verdad pensé que no estaba haciendo ningún sentido, que las palabras solamente se desparramaban de mi boca hacia el micrófono. Fui un auténtico desastre y, en efecto, le fallé a Lisa (y a Marcela también…), pero no por la razón que había temido.

Cuando terminó la entrevista, me quedé con Lisa para una plática off-the-record. Lo hice principalmente porque me sentía como una idiota y quería redimirme: sabía que mi interpretación no había sido ni siquiera decente y también quería tratar de hacerle llegar en mensaje de la Caravana. Después de todo, supuse, soy activista tanto como intérprete. Necesitaba recobrar mi compostura y mi habilidad para articular ideas: nadie estaba en contra de la Segunda Enmienda, le dije a Lisa, no habíamos cruzado la frontera para imponer nuestra voluntad en ese espinoso tema, ni en ningún otro para el caso, y sólo estábamos tratando de crear consciencia sobre la violencia relativa a la guerra contra el narco, absurda y desatada, que había cobrado decenas de miles de vidas en México durante los últimos seis años. Mujer, ¿qué no puedes ver que tu derecho a portar armas está destrozando el derecho a la vida de otras personas? Justo en ese momento, medio descalza y afligida (era mi pie, sí, pero para entonces el creciente malestar ya había cavado un túnel hasta mi corazón), me di cuenta de cuan fácil era vulnerar fibras sensibles cuando las mías estaban hechas trizas.

Lisa escuchó lo que yo tenía que decir –poco en realidad, dada mi penosa circunstancia- y después, con toda calma, me contó su historia: haber vivido en Texas como un hombre abiertamente homosexual, comenzó, hace que una pistola siempre venga muy bien. De la forma más difícil, Lisa aprendió a defenderse, aprendió a defender el estilo de vida que había escogido, aprendió a defender a sus amigos y amantes: se necesitan agallas para hacerlo. Después de su cirugía de reasignación de sexo, Lisa confirmó que América era (y estoy segura de que aún lo es para ella) la tierra de los libres y el hogar de los valientes. Su propia historia de vida es testimonio de ello. Dada la persona que había sido, tener un arma no era un mero derecho, sino una potencial herramienta para salvaguardar las libertades que tanto le habían costado, una manera de, eventualmente, luchar por su identidad, incluso por su vida. No pude dominar más las lágrimas y empecé a llorar. ¿Existirá alguna forma justa de salir de una paradoja como esta, de que los derechos de todos y todas se protejan de manera equitativa, aún cuando la libertad de alguien pareciera vulnerar la de alguien más? Lisa terminó diciendo que de verdad sentía mucho las muertes y desapariciones, que se condolía profundamente al ver el dolor de los familiares, pero que no había nada que ella pudiera hacer al respecto. Sin más que decir, me sequé las lágrimas y le agradecí a Lisa por haberse abierto conmigo tan sinceramente.

Los testimonios sobre los horrores en México seguían fluyendo en la reunión del Concejo y regresé a la sala para sentarme tan silenciosamente como pude. Minutos después, Lisa entró a la sala y se me acercó: “Aquí tienes”, me dijo, y me dio una pequeña bolsa de plástico cubierta con toallas de papel, una bolsa llena de hielo. Y entonces me quebré: comencé a llorar de forma tan incontrolable que mi cuerpo entero se convulsionaba. De verdad que no podía controlarme. Era como si un dolor enorme se hubiera apoderado de mi, como si una congoja violenta y profunda me hubiera agarrado del corazón y me estuviera sacudiendo desde dentro. La bolsa de hielo de Lisa -una cosita pequeña pero, para mi, un gesto tan poderoso- desató mi colapso en El Paso. Sentada ahí, con las manos en la cara y llorando cual Magdalena, un policía me preguntó si necesitaba una ambulancia, a lo que respondí que no y traté de salir de la sala. Marco vio el estado en el cual me encontraba y antes de que pudiera  salir me agarró y me abrazó tan fuertemente como pudo. Desde el pequeño hueco que mis brazos trazaban alrededor del cuello de Marco recuerdo haber visto un segundo a Sam, su cara preocupada, y a otros caravaneros que se acercaban. Pude sentir su empatía, su apoyo silencioso: un amor verdadero, calmante y reconfortante. No se cuanto tiempo estuve colgada de Marco, ni cuanto tiempo le tomó a mi cuerpo dejar de convulsionar. Pero cuando finalmente sucedió, quedé insensible y desesperanzada.

Tampoco se como llegué ahí (ahora no lo recuerdo): de pronto estaba fuera de El Paso City Hall antes de que la reunión del Concejo hubiera terminado. Ya en la calle, me quité mi chaleco rojo de interpretación y lo tiré a la banqueta. “¡Renunció!”, grité, “¡y necesito un hospital ya!”. Sí, había tenido suficiente, por lo menos para un día. Necesitaba retirarme un tiempo, estaba desesperada porque no podía más: mi pie me estaba matando, no lo podía seguir negando, y mi corazón también. Todo era demasiado crudo, demasiado aplastante como para soportarlo. Sabía que la interpretación iba a ser difícil dado el material con el que trabajábamos a diario, pero no pude prever, hasta ese momento, la agitación bárbara que un pequeño acto de generosidad detonó en mis emociones estando físicamente adolorida como estaba: darse cuenta de la humanidad de alguien, a pesar de las discrepancias ideológicas, simplemente había hecho que me desmoronara a pedazos. Por fortuna, Kayla estaba ahí: vio que yo era un gran desastre lloriqueante, con un pie derecho como de elefante que se estaba poniendo morado y, encima, no tenía zapato, y se ofreció en el acto para llevarme a un hospital.

Después de ayudar a Kayla con sus diligencias, que incluyeron comprar unas pantuflas para mi, me llevó a un Centro de Salud en algún lugar de El Paso. Ahí perdí el conocimiento con una inyección de lo que ahora sospecho era Vicodin. La doctora estaba impresionada por el grado de la hinchazón y por la ausencia de rastros de un piquete e incluso ordenó rayos x para descartar huesos rotos. Finalmente dijo que yo había sido la desprevenida víctima de una reacción alérgica fuera de control –hasta entonces creía que no tenía alergias, salvo, tal vez, a la alcachofa- así que me recetó seis medicamentos diferentes: antiinflamatorios, antibióticos y analgésicos, lo que significó más Vicodin (y al caño se fueron años de esfuerzos sostenidos por no tomar ningún tipo de medicamento). Kayla me llevó de regreso a la Academia Loretto: las hermanas estaban un poco alarmadas por mi emergencia y consideraron que lo mejor era darme de cenar y mandarme a la cama. Caí dormida, hasta el tope de drogas, y el dolor poco a poco disminuyó. Tanto mi pie como mi corazón estaban regresando a su tamaño cotidiano.

Al siguiente día me enteré de que el Consejo de la Ciudad de El Paso había refrendado el Código de Conducta: la resolución pasó con siete votos a favor y una abstención. El dolor, el mío en particular, empezaba a valer la pena.

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